Escuchadores de voces
Cuando pienso en Las voces de Carol, me vienen a la mente, casi de forma automática, los principales escenarios por los que transcurre la historia. Los Montes, el barrio de Pedregalejo, el Muelle Uno, la terraza del hotel AC, la Comisaría Provincial y el Instituto de Medicina Legal. Son muchos los motivos que me llevaron a escoger la ciudad de Málaga como «el lugar de los hechos». La intensa luz que baña edificios, calles y playas la mayor parte del año, su riqueza cultural a base de museos, gastronomía y tradición, su creciente turismo empresarial... Y, como contrapunto a la luminosidad de esta ciudad que se ha lavado intensamente la cara en los últimos tiempos, también acuden a mi mente sus sombras. Robos, estafas, palizas, asesinatos... Y mafia de todos los colores y nacionalidades. Rusos, chinos, colombianos, italianos, españoles... Todos se disputan su trozo del pastel, su cachito de delincuencia, lujo, sol y playa en la ciudad de Málaga. Porque aunque sólo lo notemos cuando la policía encuentra un alijo descomunal de coca o cuando algún ajuste de cuentas acaba con un cadáver descuartizado en una maleta, el crimen organizado está ahí, siempre, oculto entre las sombras.
Esa amalgama de destellos y de oscuridades, de fortuna y de miseria, de diversión y de muerte convierten a Málaga, a toda la Costa del Sol, en el territorio propicio para una novela negra, en el mejor escenario posible para una trama como la de Las voces de Carol.
La semilla de «Las voces»
Antes del escenario llegaron los personajes. Para ser más exacta, el personaje. La verdadera protagonista de Las voces de Carol, la escritora Abril Zondervan, nació en mi cabeza a principios del año 2015. Por aquel entonces, la escritora aún no tenía nombre. Tampoco estaba muerta. Lo único que sabía sobre ella era que convivía con un profundo trastorno mental. Al poco me di cuenta de que necesitaba contar su historia, su relación con su mente dislocada, el peso de su estigma en una sociedad cada vez más cargada de rechazo hacia lo diferente. Qué tipo de novela construiría -intimista, histórica, de tinte social o de suspense-, en principio me dio igual.
Dediqué los primeros meses del proceso creativo a leer todo lo que encontré a mi alcance acerca de la salud mental: libros sobre esquizofrenia y otros trastornos psicóticos, sobre locura y modernidad, sobre escritores malditos. Artículos de investigación, películas, documentales y charlas. Acudí a numerosas sesiones grupales en un hospital de día con personas con enfermedades mentales graves buscando entender su realidad, y tratando de encontrar la voz de mi escritora. Para mi sorpresa, en aquel lugar empecé a dar forma a todos aquellos miedos que me acompañaban desde hacía años y que habían provocado el nacimiento de Abril. También en aquel lugar, gracias a la individualidad y a la dignidad con la que se abordaban los tratamientos, comencé a rechazar las etiquetas, a aborrecer el infundado estigma de la salud mental. Sin embargo, lo que no hallé en aquel lugar fue lo que me había llevado hasta allí. La experiencia no me aportó la verdadera identidad de mi escritora, la voz que tanto necesitaba para ella, de modo que, cansada de buscar y no encontrar, decidí abandonar a Abril durante varios meses.
La escuchadora de voces
Regresé a ella cuando, casi por casualidad, conocí el Movimiento Escuchadores de Voces. Puede que el nombre suene algo extraño, es posible que algo místico y espiritual, pero nada más lejos de la realidad. Este movimiento nació en Holanda gracias a dos psiquiatras, Marius Romme y Sandra Escher, que descubrieron que, en un gran numero de casos, tener alucinaciones auditivas no era síntoma de enfermedad sino una señal de alerta ante un problema, casi siempre un trauma infantil, que había que superar. En la actualidad, Intervoice, el ente organizacional del Movimiento Escuchadores de Voces, se encuentra en veintiséis países de todo el mundo y ofrece grupos de trabajo para ayudar a miles de personas a recuperar el control de sus vidas, aceptando las voces que resuenan dentro y fuera de sus cabezas, aprendiendo a escucharlas de un modo saludable y viviendo, en muchas ocasiones, sin necesidad de medicación. Tras explorar todo lo relativo a este movimiento, me quedó muy claro que Abril Zondervan, una escritora aterrada por el miedo a que los fármacos aniquilaran para siempre su creatividad y sus letras, debía ser una escuchadora de voces. Lo siguiente fue matarla.
El juego de los espejos
La idea del thriller nació con la súbita certeza de que mi personaje debía morir. Abril Zondervan, escritora, escuchadora de voces, tenía que convertirse, desde las primeras páginas, en una víctima que necesitaba que alguien descubriera quién había sido su verdugo. Este detalle también la convirtió en una protagonista encubierta que acabó poniéndome contra las cuerdas. ¿Cómo contagiar a quienes leyeran la novela el profundo amor que yo, su autora, su madre, sentía por Abril? ¿Cómo transmitir la silenciosa determinación, la fuerza de espíritu y la ternura del personaje que había poseído un buen pedazo de mi cerebro, y de mi corazón, durante los últimos años si ahora era un cadáver?
Como única respuesta a ambas preguntas, decidí diseñar la mayoría de los escenarios, toda la trama y el resto de los actores de Las voces de Carol por y para Abril. De modo que Carol Medina, la inspectora de policía encargada de investigar la muerte de la famosa escritora, nació y creció en mi mente como una colaboradora necesaria, un personaje roto, adornado con algún que otro cliché, cuyo principal objetivo, en manos del narrador, no era otro que convertir a Abril en su espejo, en una búsqueda incansable de su propia identidad a través de la vida de la escritora, de su apagada existencia y de las páginas de sus obras.
Por si no has leído aún la novela, no desvelaré los detalles de esa búsqueda. Lo que sí puedo contarte es que yo, como su autora, como su madre, me siento muy satisfecha con el resultado.